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¡AVE, OH VULGO! - [Tomás Carrasquilla]

¡El Medellín topográfico y étnico por sus arrabales e inmediaciones! En ellos está lo pintoresco del paisaje y de las costumbres; en ellos, la nota castiza de nuestro carácter y de nuestras condiciones ambientes. Que es siempre en el pueblo y no en las clases cultas donde radica el factor diferencial que deslinda una comarca de las restantes, una nación de todas las otras naciones.

En los arrabales, más que en parte alguna, se oyen, claras y distintas, las voces de la vida. Todo ese orden de cosas, más o menos artificiosas y contrahechas, que constituyen la sociedad urbana y civilizada, desaparecen en el suburbio. Allí se vive sin disfraces; como la vida resulte; se vive naturalmente, espontáneamente. En esos lugares, que no son ni campo ni ciudad, habitan, por lo general, los pobres, los oscuros, y a veces hasta los humildes. De aquí el que haya en todo ambiente arrabalero mucho descanso, y mucha libertad, y, por ende, facilidad para la vida. «Nada puede resultar inconveniente donde no hay convenciones; nada disonante, donde no hay compases; nada fuera de nota, donde no se conoce el pentagrama». Allí canta la vida con el ritmo natural; como canta el turpial o croaja la lechuza.

En este vivir no aprendido, sus manifestaciones tienen que ser francas, genuinas, y, por tanto, verdaderas. Por esto y por estar todo junto en la barriada, como en mundo pequeño, es medio propicio para estudiar la humanidad en sus condiciones esenciales, lo mismo que para sentir la belleza y la poesía de la vida y apreciar su significado. «Donde no hay velo que encubran, ni fórmulas que confundan, ni apariencias que engañen, mal puede dificultarse el conocimiento».

Todo, en estos medios populares, tiene interés para el sociólogo y hasta para el simple observador; todo en ellos es prueba irrecusable, en el eterno proceso de la humanidad. Sabido es que para todo fallo o juicio hay que oír las partes; que para conocer en cualquier asunto hay que estudiarlo por todas sus fases positivas o negativas. «Si no conocemos el pueblo no podremos comprender las selecciones que de él resulten». Bella e interesante es la fuente cantarina que salta en un jardín; mas, para valorarla, hay que tener en cuenta el peñasco de la sierra de donde toma el agua. La seda nos deslumbra y nos subyuga. Y, con todo, nos olvidamos del gusano que la produce. Se quiere decir con todo esto, que no hay por qué mirar los suburbios y las gentes que les habitan, con el desprecio antifilosófico de algunos "civilizados": de lo bajo sale lo que luego será la clase alta y directora, porque en el pueblo está el material, como la estatuaria itálica en las canteras de Carrara.

En estas Américas democráticas, donde a Dios gracias no hay castas privilegiadas, todos, más o menos blancos, más o menos negros, somos pueblo, puro pueblo. Nuestra aristocracia sólo puede resultar de la unión de la inteligencia y de la voluntad.

Decíamos que los arrabales suministran nociones sobre la vida y hacen sentir su hermosura y trascendencia.

En efecto: como todo lo legítimo, están ellos a la vista y contemplación de todo el mundo, sin ambages ni fantocherías sociales; y todos nos los aprovechamos, como en una película o en un cuadro escénico.

Mira: la madre nutre su pequeñuelo, en santo impudor, a la puerta de su casa. Los chicos, con cualquier trapo encima, diablean en la calle, tal como retozan los gaticos o triscan los corderillos. Las niñas plantan en la tortuosa acera los lares de sus muñecas. Sentados en cualquier parte, en gentil promiscuidad, cantan o recitan en coro, si es que no abren la boca oyendo el cuento que el más sabio les narra. La moza casadera borda en la ventana o cose a la sombra de algún árbol, cantando el aire en boga, mientras el novio, de paso o de plantón, le hace caras desde la esquina. Grandes y chicos comen tranquilos, sentados en lo quicios o en los andenes, sin que les dé vergüenza la pobreza de su alimento.

Sin que estos cuadros tengan el pergenio amoral de una tolda de gitanos ni la simplicidad primitiva de un aduar bíblico, todo lo doméstico sale a la escena. Las mujeres lavan sus ropas en el arroyo cercano y las tienden en las bardas o en la penca espinosa que las pincha sin romperlas y las asegura contra los vendavales. Los varones, saliva va, saliva viene, retuercen su cabuya en la pierna, a la sombra del alero exterior, y allí remiendan sus costales, aparejan sus animalejos, les cargan o les uncen a sus carros. Las muchachas mondan plátanos o legumbres en la fuente de la esquina, llenan sus pucheros e hincan sus calabazos. Las cluecas, enloquecidas por la maternidad, escarban con su prole lo sano y lo perverso. Gime el cerdo de engorde, en la añoranza de su condumio, revolcándose en lo que pueda; mientras el perro, tirado al sol, rasca pulgas, caza moscas, le ladra a algún intruso y suspira por la galguita melindrosa de la hetaira vecina, una de sus perritas de moño y cascabel que se llaman Violeta o Zazá o Miñón. Y para que este enumerar zoológico se parezca más, habrá de apuntarse aquí, por vía de remate, que "los gansos graznan y sus plumas sirven para escribir".

Los ventorros de esos parajes, fabricados casi todos con cajones viejos y caña brava, son para documentar al más prolijo. Madres que, a fuerza de argucias y andróminas, logran sacar un diario lo mejor posible; mendigas calzadas que lloriquean si nos les rebajan en el chico de maíz; viejas tomatragos, que hacen señas, ponen la moneda, tapan el vasito contra la palma de la mano, lo esconden bajo el pañolón y se van a librarle al rincón más discreto y sigiloso.

¿Y los que llegan de jarana? ¡Ay, mi blanco! Si traen la rumbosa, tiene que tomar hasta el Patasola. "¡Es con gusto!" "¡Si no toma se lo tiro en la cara!" Por fortuna que el Patasola nunca desprecia. Si llegan con la camorrista, ¡qué epopeyas! Andan de pared a pared; no pueden con los calzones; pero se abren de patas, manotean blandengues, y, entre babeos y tartajeos, entre lacrimosos y coléricos, se enrostran las mutuas ofensas y se mientan las respectivas madres. Comparecen las trincas de mocosuelos. Traen palomos, conseguidos sabe dios cómo. Un truque por comestibles. Y cómo se atracan aquellas criaturas de panela con bizcochos, de aguacates con panojas de maíz niño. Y cómo se acomodan, encima, las grosuras del mangarracho y los horrores de la yuca teñida con achote y con pimiento pajarito.

Por las mañanas son las citas iniciales de la lucha cotidiana, al son de esa obertura que Pan ejecuta con su orquesta. Leñadores jadeantes que pasan ofreciendo sus tercios de chamiza; carboneros que se agigantan con la alteza de su fardo; vendedores de musgos y de flores, de tierra de las cumbres y de yerbas de sus laderas. Contratistas de quesos y de natas, de vitorias y auyamas, de huevos y de pollos. La horda de la ensalada que vocea sus raíces y sus tallos. Reatas de bestias que arrean a las cocheras y vacas que conducen al ordeño. Corceles de los señores, montados a la jineta de los pajes faroleros. Las obreritas que salen a las fábricas, las costureras que van a casas ricas, los artesanos que parten a sus trabajos. El calabozo que troza en el barbecho, la azada que rompe el surco y el pisón que resuena en los tapiales. El humo que se alza del tejado, el viento que enloquece la platanera, y la campanilla, azul de cielo, que ofrenda sus galas instantáneas al sol recién nacido. Los corrales que garrulean, el turpial que se desata, el hombre que habla y el agua bondadosa que a todos acompaña.

Al medio día, silencio arcadiano. Sólo le interrumpe la voz del maestro, en la escuela, el rumor de la enfilada turba que sale de paseo y los cantares del lavadero.

Por la noche, el alumbrado de la urbe, que irradia en sus confines; el dulce regreso de los dispersos; la cena que sazona el cariño; el rosario en la puerta, con la familia congregada; el coloquio amoroso en la ventana; el tiple que rasga, la guitarra que se queja y la canción que se difunde alada.

A esto deben agregarse los ecos y vibraciones que de la ciudad le llegan; los estruendos de los autos y de los trenes; los acordes de las bandas callejeras, de las retretas y de las orquestas. Y, si la barriada es alta, disfrutará el espectáculo de la constelación eléctrica y de la urbe transfigurada.

Y todo esto, tan común y ordinario ¡enseña tanto!...

Entre muchas nociones, podrá entender algún "civilizado", que en la vida no ha menester tanta apariencia ni tanto aparato; que al hombre, a quien nada llena, le basta un techo cualquiera, un hogar prendido y un afecto.

Pero si todo esto es viejo, ramplón y vulgar... ¡Por eso, cabalmente! hay que repetirlo para que no se olvide; pero... con cierto añadidijo; a saber: que la vida, cualquiera que ella sea, es una vulgaridad y nada más que vulgaridad. Los sabios la disimulan con mentiras, y con mentiras los idiotas; los poetas, la envuelven en ensueños y los positivistas en experiencias. Buenos y malvados la disfrazan con esperanzas. Los ricos la tapamos con oro, los mediocres con arena y los pobres con ceniza.

¿Qué más da, entonces, una vida que otra?

Y, por lo mismo que la vida es vulgar, hagamos votos por el vulgo manifiesto, neto y típico; por el vulgo que no aparenta, que no engaña, que no tapa. Hagamos votos por el suburbio. De él saldrán las aristocracias del futuro. Porque en esos focos de la vulgaridad concentrada, donde se agitan los vicios y las virtudes, lo máximo y lo mínimo del hombre, se canta, más que en las altas esferas, el salmo sempiterno de la vida.

Al popular "Manolo", 
adorador ferviente de toda aristocracia. [1914]

CARRASQUILLA, Tomás. Obra escogida, Medellín: Editorial Universidad de Antioquia, 2008. pp. 390-396.

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