I
A Euclides le disgustaba que en el pueblo se rumoreara de sus totémicas conexiones. Nadie podía pasar por en frente de su casa, a orillas del río, sin desviar la mirada hacia aquellas paredes rojas, ahora desteñidas por el paso del tiempo y que seguían en pie gracias a un azar inexplicable. Todo el mundo inmediatamente se apresuraba a conjeturar sobre los móviles del trueque en el Puente de la Carrilera, en plena mitad de río y con la sombra plateada besando sus espaldas desnudas. Discutían los posibles diálogos en que el mortal abdicaría de su condición para conjurar su suerte ante un fantasma de pueblo. Secretamente daban por hecho el oscuro pacto de un negro venido del Pacífico y pescador de nacimiento.
Euclides respondía a estos cuestionamientos silenciosos, devolviéndoles una mirada salvaje, retadora. Hasta donde podían sus hepáticos ojos alcohólicos y narcotizados. Quería maldecirlos. Desmentirlos en sus reproches. Mandarlos al carajo, pero el peso de semejantes aseveraciones, ya había hecho mella en él. No podía seguir negándolo. Su suerte estaba pactada.
Lo interrumpí de golpe, con una inquietud que me estaba quemando los labios.
— Abuelo, ¿Por qué en el pueblo dicen que tienes pactos raros con seres del río?
El Abuelo sospechaba desde hace tiempo que yo recordaba algo de sus andanzas, pero no tuvo el valor para decírmelo.
Eculides intuía que desde aquélla noche calurosa y enigmática de Junio, en la que el Abuelo sorpresivamente había llegado con la canoa rebosante de pescados, algo en él había cambiado. Y él estaba dispuesto a averiguarlo.
Como si estuviera llorando por todos los poros, su cuerpo no dejó de sudar. Como Ecuclides era ágil y de brazos fuertes, corrió inmediatamente y pudo sostenerlo antes de que el cuerpo besara el piso. Gritó. Gritó como un desesperado:
Apenas sintieron el grito, todos en la casa corrieron a su encuentro.
II
Cuando llegaron, encontraron a Euclides, con el Abuelo en sus brazos, despidiendo un hilo viscoso que chorreaba desesperado de su boca.
Al regreso, encontraron al Abuelo ya agonizante, estirado cual ancho en la mesa de comedor que había servido de sala de parto a toda la familia. Lo único que pudo escucharsele al Abuelo fue llamar insistentemente a Euclides. Mi Tío James que se estaba encargando de todo, me mandó a traer, a pesar de mi reticencia a ver al Abuelo así, en ese estado catatónico, mortal; yo que siempre había idealizado sus fuerzas que lo concebía mi héroe y la única redención de este mundo desordenado y maniatado.
— Mira..... Euclides..... Hijo, es cierto.... Lo que te dijerón del Mohán, es verdad.... En Junio del 68 estaba pasando por una situación complicadísima.... Yo había acabado de salir del Ejército, y tu padre... ya asomaba esa cabezota, por el vientre de tu abuela —hizo una pausa para toser. La situación no iba nada bien —prosiguió con notoria dificultad— así que decidimos mudarnos a Palagua. Allí mi padre me había dejado un rancho, a orillas del río y un bote con el que él había comenzado a pescar...
El Abuelo hizo una pausa y yo recordé que mi padre de chico siempre me había hablado de un sinfín de criaturas míticas, fantásticas, que custodiaban los ríos y todas las especies que vivían en ellos.
Recordé que el Abuelo me había llevado de pesca una vez y me dijo que esa noche conocería a un viejo amigo suyo. Entusiasmado, esa vez ordené la indumentaria de pesca desde por la tarde y esperé en el umbral de la puerta, hasta la noche, que llegara el Abuelo.
— Por primera vez no pude creerlo —se detuvo el Abuelo. Ahora volvía a toser y a balbucear. Se le olvidaban partes, pero yo lo reconvenía inmediatamente. Hacía un esfuerzo divino por no quebrar la voz. Las últimas dos frases habían salido a gatas, jadeantes.
III
Me cogió la cabeza y deslizó sus dedos callosos por cada hebra de pelo. Sentí miedo, al coincidir con su mirada apagada, oscura, como en penumbra.
— Esa noche —prosiguió el Abuelo— saqué el Chile que mi padre me había heredado antes de que el río se lo tragara; cogí la vieja canoa y me armé de una fuerza que alentaba el hambre en el cuerpo. Y me fuí al río... Todo estaba oscuro... La noche no dejaba una sola huella de los pasos, pero como yo conocía el trayecto, distinguía cada abertura, cada afluente, cada brazo de aquél río misterioso.... Me detuve donde siempre atracaba. Amarré el bote a un bejuco que sobresalía en la orilla y de repente asaltó a mi nariz, un olor embriagante, putrefacto a pescado...
El abuelo, había sospechado que cerca de esa aroma se hallaban según sus antiguos cálculos pesqueros, el remolino con los peces más grandes. Como el olor era fuerte, se imaginó que la sarta sería inmensa. Se entusiasmó.
La bruma que no dejaba distinguir objeto alguno y los remolinos que cocían las olas a sus pies, acompasados solo por el bracear del canalete, eran el único testimonio sonoro de aquél lugar.
Una luz encandilante se asomaba de un brazo que se abría a la derecha del río. Instintivamente el Abuelo trató de seguirla y para ello, cruzó velozmente el afluente antes de que se desvaneciera. Atracó la canoa en un pequeño playón y me dijo que permaneciera en ella. Al tocar la arena, los pasos del Abuelo se hicieron titubeantes, indecisos, inexpertos. En tierra no tenía la misma destreza que en el río, así que fue tanteando la oscuridad con sus pasos lentamente, hasta que se sintió a una distancia prudente de la canoa.
El Abuelo sintió una presencia desvanecerse por su lado. Sin posibilidad para reaccionar, dobló la cabeza tan rápido como pudo, para ponerse de frente al ruido, pero éste lo esquivó. Así se palparon al principio: evadiéndose para encontrarse.
Habían transcurridos por lo menos 15 agustiantes minutos, hasta que Euclides decidió salir de la canoa, en búsqueda del Abuelo que ya se tardaba demasiado. Al divisarlos a lo lejos, no podía dar crédito a lo que contemplaban sus ojos.
Al lado de la figura de su Abuelo, sentado, el cuerpo cubierto de abrojos y hojas secas, y con una copa en la mano, departía con el Abuelo tranquila, sosegadamente, como si fueran viejos amigos de otro tiempo, una silueta superpuesta.
Aquellas manos que parecían ramas de un árbol vetusto, se extendieron hacia mí, buscando las mías. Titubeé. Las extendí. Nunca voy a olvidar la sensación térmica que estremeció mi cuerpo al contacto con esas ramas heladas. Esbozó lo que parecía una sonrisa de la parte más despejada de su rostro. Yo consentí tímidamente. Me senté por fin al lado del Abuelo sin quitarle los ojos de encima a aquella presencia fatua que alumbraba frente a nosotros esa noche obscura. De cerca, me pareció una presencia más agradable, menos peligrosa. Su rostro quién sabe de qué sueño habría salido, pero estaba allí, esbozando lo que parecía una sonrisa que me ponía más nervioso de lo que estaba; tomando guaro y fumando de un tabaco que ya no se produce, a orillas de un río milenario, con el Abuelo que antes de morir, me confesaba que ya había conocido el cielo. O el infierno. Usted elige.
FIN.